En el colegio de reses todos los días comienzan igual. En
las mañanas oscuras de invierno, cuando ni siquiera los pájaros cantan, el
estridente sonido de la campana interrumpe el silencio.
Dentro, las reses dormidas avanzan arrastrando los pies.
Marchan hacia el ritual matutino, ese en el que suenan en un equipo viejo ocho
compases distorsionados de una canción patria cuya letra ya nadie recuerda.
Nadie quiere ir expuesto en el frente de la fila. Todos
quieren esconderse, difuminarse en la multitud, quedarse al final para entrar
primero al aula y conseguir el mejor banco. Al fondo, otra vez.
Mientras tanto, al frente, la directora parece odiar esta
descoordinación. Nadie la escucha porque a nadie le importa. Lo único que se
distingue en su discurso es la frase “pueden entrar a las aulas” como un látigo
en las espaldas de los cientos que se apresuran por entrar al corral. Avanza el
ganado. Los alumnos se amuchan, congestionando los pasillos. El vocerío
adolecente se aúna en un mugido somnoliento.
En el aula, comienza la batalla por los bancos. Por ese que
tiene todas las patas del mismo largo, por ese que tiene la silla de la altura
adecuada, por ese que todavía tiene la chapa abajo para poder poner la carpeta.
Chillidos de metal rasgando las ennegrecidas baldosas blancas invaden el
colegio. Los cuerpos de los estudiantes caen sobre las sillas como árboles
talados. La preceptora pide silencio a gritos. El bullicio se calla pero
reprende de a poco mientras la lista va llegando a su fin.
El profesor entra al aula. Hace vagos intentos de despertar
apáticos cerebros que continúan mirando sus bolsillos, contando los segundos.
“Se nota que no estudiaron ¿A dónde quieren llegar si siguen
así? Hay que dejar de ser tan vagos”.
“Si, si, si”, mugen los alumnos y la sinfonía animal se eleva en el pesado aire
caliente hasta que la campana de salida les devuelve su humanidad.
La niña del paraguas
Comentario de la autora: Esta es la mejor forma que encontré, cuando aun iba al colegio, para desahogar toda esa angustia que me causaba la represión creativa que llamaban "educación".